Mi escenario preferido, aunque no el único, era la Plaza Mayor de Madrid. Me
parecía un lugar menos de paso que la Puerta del Sol, donde también
escenifiqué alguno de mis cuentos. Eran días frenéticos. Debía madrugar para
iniciar el proceso de transformación que me esperaba. Un maniquí aguantaba
durante toda la noche el disfraz que yo vestiría durante el día siguiente, llegué
a identificar a ese muñeco de mimbre como mi álter ego; paranoias de vivir
solo, supongo. No ejercía sólo la función de sujetar la vestimenta, para ello
hubiera bastado una simple silla, su trabajo servía para mostrar cómo me
verían los demás y aconsejarme las oportunas modificaciones. Los espejos se
empeñan en mostrar lo que ya conocemos sobradamente. Me escondí tras
otras máscaras y adopté otros personajes, pero el que últimamente me
contenía era un mercenario alemán, decapitado con su propia espada por
aquella obsesión de tomar la cabeza de los vivos, que venía a ser lo que yo
perseguía con mis relatos, aunque en mi caso era en sentido figurado, claro
está. Tomar la cabeza de los asistentes es una de las cosas que me animó a
convertirme en cuentista. Si mis cuentos eran leídos sin estar yo presente,
cosa habitual en la lectura, perdía de vista las reacciones y emociones del
lector. Mis incursiones en el mundo del teatro me produjeron idénticas
sensaciones, los actores perdíamos de vista al público, inmersos en la
representación y cegados por los focos. Por ello me hice cuentista. Mis largos
años de estudiante de piano y una excelente memoria, me permitían
abstraerme del texto y prestar mi atención a esos rostros que se debatían en
un mar de gestos. Aunque la cabeza del jinete formaba atuendo separado,
maquillaba yo la mía de idéntica manera y me embutía una larga cabellera,
nunca supe si cana o albina. Me gustaba representar un numerito ante el
público. Siempre que unos aplausos rubricaran con su visto bueno que el
cuento había sido de su agrado, el jinete descabezado volvía a poseer tan
preciado apéndice. Con un rápido movimiento de las manos, hacía
desaparecer bajo el suelo del altillo la cabeza seccionada y emergía la mía de
entre los hombros, al tiempo que me inclinaba en señal de respeto y
agradecimiento. Al público le llamaba mucho la atención el hecho de que
mientras recitaba las historias, mi voz no surgiera del pecho (lugar donde
todos ubicaban mi boca oculta, salvo los niños), sino de la cabeza decapitada.
El truco era simple. Un diminuto micrófono unido al pequeño amplificador
ubicado dentro de la cabeza explicaba todo el misterio. Así pues, de esa guisa
salía todas las mañanas de casa para dirigirme a la Plaza Mayor.
(Continuará)
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