Hubo una tercera cita. Siempre hay una tercera cita que persigue
enmendar, desmerecer o dejar en tablas las dos anteriores. En esta ocasión,
quedó junto a la fuente de un frondoso y populoso parque botánico. El
invierno llegaba despacio y el sol lucía tímido pero radiante. La cita era con
Madonna. Marcel esperaba ardientemente que aquella mujer tuviera algún
parecido, aparte del nombre, con la conocida cantante. Las agujas del reloj
habían dejado atrás la hora del encuentro. Nadie apareció por la fuente. Puso
ojos y oídos a la búsqueda de otros hontanares, pero ningún rastro de agua
aparecía en el campo de sus percepciones, sólo parejas paseando, un perro
tirando de un hombre, algunas familias ocupando bancos en la pradera; pero
ninguna otra fuente. Se disponía a marcharse cuando Madonna se echó a sus
brazos. Baja de ahí, Madonna, ordenó una voz, mientras tiraba de la correa
obligando a la perra a sentarse en el suelo. El hombre se disculpó y se
presentó como Fidel. Dakota sintió como si un agujero se estuviera abriendo
en su estómago dispuesto a digerirlo allí mismo. Sin recobrarse aún de la
impresión, Fidel le plantó dos besos en las mejillas, demasiado morosos y
húmedos. Esa vez sí echó a correr con todas sus piernas. Atrás quedaron Fidel
y su perra, ambos con sendos rabos cabizbajos entre las piernas.
Marcel se vio afectado por las experiencias. Su ánimo quedó marcado de
arañazos, como si hubiera atravesado desnudo una chumbera. La introversión
contagió sus incursiones por la red. De activista compulsivo pasó a mirón
empedernido. En esa actitud anduvo escondido mucho tiempo. Cierto día, una
nueva forera se incorporó a los coloquios. Su nombre era Lectora. Sus
intervenciones se centraban, casi con exclusividad, en verter las impresiones
que le causaban ciertos libros. Leer aquellos contenidos era zambullirse en
arroyos de frías aguas y navegar a cuerpo a través de corrientes cada vez más
caudalosos, hasta desembocar al final de la lectura en un mar calmo. Marcel
comenzó a sentir adicción por aquella desconocida capaz de escribir esas
palabras tan conmovedoras. Lectora se convirtió en una idea impresa en su
frente, que se diluía sólo al dormirse y volvía a aparecer cuando despertaba.
Pero Lectora no escribía con asiduidad, lo hacía cuando terminaba un libro, y
eso no era algo que hiciera a diario. Sin embargo, Marcel buscaba cada hora
su rastro por ese y otros foros, fue una tarea inútil. Exploró el perfil de Lectora
esperando encontrar una dirección de correo. Existiría, sin duda, pero no
estaba accesible. Dakota tomó al fin una decisión, concertaría una cita. Era
una cita pública, pero velada para su obsesionada mente, que sólo pensaba en
Lectora. Suelo frecuentar la alameda que se extiende al pie de la iglesia... si un
día pasas por allí, seguro que nos veremos, dejó escrito en el foro. Fue una cita
oscura, más que una cita ciega, pero Marcel tuvo claro desde los inicios que
había tirado un guante y todos los días pasaba por la alameda, esperando que
aquella mujer que escribía con dedos de seda pasara a recogerlo.
Avanzó el otoño. El viento helado hizo tiritar las hojas en los árboles, que se
dejaban caer buscando el calor del suelo. Ateridas de frío, se arremolinaban
unas contra otras formando olas amarillas que rompían contra los bancos de
la alameda. En esa época del año, los bancos se mostraban abandonados.
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