domingo, 7 de octubre de 2012

XI - El cuentista del círculo vicioso


Hubo una tercera cita. Siempre hay una tercera cita que persigue

enmendar, desmerecer o dejar en tablas las dos anteriores. En esta ocasión,

quedó junto a la fuente de un frondoso y populoso parque botánico. El

invierno llegaba despacio y el sol lucía tímido pero radiante. La cita era con

Madonna. Marcel esperaba ardientemente que aquella mujer tuviera algún

parecido, aparte del nombre, con la conocida cantante. Las agujas del reloj

habían dejado atrás la hora del encuentro. Nadie apareció por la fuente. Puso

ojos y oídos a la búsqueda de otros hontanares, pero ningún rastro de agua

aparecía en el campo de sus percepciones, sólo parejas paseando, un perro

tirando de un hombre, algunas familias ocupando bancos en la pradera; pero

ninguna otra fuente. Se disponía a marcharse cuando Madonna se echó a sus

brazos. Baja de ahí, Madonna, ordenó una voz, mientras tiraba de la correa

obligando a la perra a sentarse en el suelo. El hombre se disculpó y se

presentó como Fidel. Dakota sintió como si un agujero se estuviera abriendo

en su estómago dispuesto a digerirlo allí mismo. Sin recobrarse aún de la

impresión, Fidel le plantó dos besos en las mejillas, demasiado morosos y

húmedos. Esa vez sí echó a correr con todas sus piernas. Atrás quedaron Fidel

y su perra, ambos con sendos rabos cabizbajos entre las piernas.

Marcel se vio afectado por las experiencias. Su ánimo quedó marcado de

arañazos, como si hubiera atravesado desnudo una chumbera. La introversión

contagió sus incursiones por la red. De activista compulsivo pasó a mirón

empedernido. En esa actitud anduvo escondido mucho tiempo. Cierto día, una

nueva forera se incorporó a los coloquios. Su nombre era Lectora. Sus

intervenciones se centraban, casi con exclusividad, en verter las impresiones

que le causaban ciertos libros. Leer aquellos contenidos era zambullirse en

arroyos de frías aguas y navegar a cuerpo a través de corrientes cada vez más

caudalosos, hasta desembocar al final de la lectura en un mar calmo. Marcel

comenzó a sentir adicción por aquella desconocida capaz de escribir esas

palabras tan conmovedoras. Lectora se convirtió en una idea impresa en su

frente, que se diluía sólo al dormirse y volvía a aparecer cuando despertaba.

Pero Lectora no escribía con asiduidad, lo hacía cuando terminaba un libro, y

eso no era algo que hiciera a diario. Sin embargo, Marcel buscaba cada hora

su rastro por ese y otros foros, fue una tarea inútil. Exploró el perfil de Lectora

esperando encontrar una dirección de correo. Existiría, sin duda, pero no

estaba accesible. Dakota tomó al fin una decisión, concertaría una cita. Era

una cita pública, pero velada para su obsesionada mente, que sólo pensaba en

Lectora. Suelo frecuentar la alameda que se extiende al pie de la iglesia... si un

día pasas por allí, seguro que nos veremos, dejó escrito en el foro. Fue una cita

oscura, más que una cita ciega, pero Marcel tuvo claro desde los inicios que

había tirado un guante y todos los días pasaba por la alameda, esperando que

aquella mujer que escribía con dedos de seda pasara a recogerlo.


Avanzó el otoño. El viento helado hizo tiritar las hojas en los árboles, que se


dejaban caer buscando el calor del suelo. Ateridas de frío, se arremolinaban

unas contra otras formando olas amarillas que rompían contra los bancos de

la alameda. En esa época del año, los bancos se mostraban abandonados.

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