Las grandes compañías dueñas del aire se encontraban saturadas por deseos
de volar. Existía gran demanda de billetes internacionales y los aviones no
daban abasto a desplazar tanta gente por el cielo. Familias enteras se movían
de aquí para allá con clara intención de afincarse en los destinos. Debería de
pensarse que las personas huían de los temblores elevándose en el aire y
distanciándose del suelo; pero no, no era así. Después de todo, cambiaban
unos temblores por otros. Escalofríos distintos, que causaban el mismo susto.
Todo el planeta temblaba, como si todos los cuadrúpedos se hubieran puesto
a trotar al unísono.
El pueblo se removió en varias ocasiones. No sabría precisar si fueron
de mucha intensidad. Aquí, al menos los varones, estamos curtidos en el
caminar como borrachos. Una mañana en que nos disponíamos a descorrer la
puerta que cierra el redil, nos sorprendió un nuevo temblor. En esta ocasión,
nos echó abajo la cisterna que guarda el agua para las ovejas, venció parte de
la valla e hizo que el pánico se agarrara a la cara de mi padre como una
máscara de carnaval. Se acusó una fuerte oscilación, como si el zarandeo
hubiera comenzado a marchar hacia la torre de la iglesia que se recortaba en
el horizonte, se arrepintiera y volviera sobre sus pasos para sacudirnos de
nuevo. El efecto fue más devastador que en visitas anteriores y derribó
algunas paredes de adobe en mal estado. Las tejas de la casa del tío Jacinto se
fueron a juntar con las baldosas del suelo. Hubo mucha suerte y no ocurrió
una desgracia, el tío Jacinto había muerto unas semanas antes y no se
encontraba en ella. El miedo comenzó a soplar por las callejuelas y a meterse
en las casas. Nunca antes había ocurrido nada parecido y las convulsiones
parecían haber cogido querencia al pueblo. Esa tarde, cuando terminamos el
pastoreo, volvimos a la tertulia de la taberna para enterarnos de las noticias.
Quinto día desde que se iniciaron los movimientos telúricos. Los sismólogos
descubren datos desconcertantes, rezaba el titular que se desplazaba por la
zona inferior de la pantalla del televisor. Los científicos que vigilaban los
seísmos, habían observado que existían zonas donde estos discurrían de norte
a sur y en otras lo hacían de sur a norte. En otras latitudes, las trepidaciones
parecían girar de este a oeste, mientras lo hacían de oeste a este en otras; pero
no obedecían a ningún patrón conocido, al menos por ellos. Sus cerebros, tan
privilegiados, no daban crédito a las mediciones. Una parte de los genios,
aquellos que solían llevar la bata mal abrochada, había elevado su voz
cuestionando la utilidad de los sismógrafos. Quizá se habían estropeado con
las vibraciones o se habían desajustado y perdido sensibilidad; como si, al
igual que las personas, se hubieran acostumbrado a las sacudidas y dejaran
de sentirlas. Les extrañaba que las brújulas mostraran súbitos cambios de
orientación, como las personas, y no pararan de apuntar hacia cualquier lado.
Habían perdido la cabeza y, por ende, el norte.
Estuvimos durante mucho tiempo con las sacudidas. Llegaron a ser tan
rutinarias como el marchar al trabajo, al que seguimos acudiendo todos en el
pueblo, excepto los maestros. La autoridad educativa había decidido que no
era buena idea que se cayera la escuela encima de los niños. Además de los
temblores, otra rutina se instaló en nuestros días: acudir a la taberna a la
hora en que el hombre del telediario nos contaba las noticias.
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario