Lo que van a escuchar a continuación viene y va entre las brumas de la
memoria. ¿Ocurrió de veras? ¿No ocurrió? ¿Acaso importa? Así se escuchó
contar y mi deber es narrarlo tal cual se oyó.
“La meseta manchega es una planicie donde los pueblos se divisan los unos
desde los otros, tan plana es la zona. Es como si hubieran tendido el suelo a
secar al sol y, una vez seco, se hubieran olvidado de quitarlo. En medio de
esta llanura desempeñaba el pastoreo desde chico, acompañado siempre de mi
padre. Nos hallábamos sentados a la sombra de una encina, mi padre cortaba
un trozo de queso mientras yo sacaba la bota del zurrón. Nos alarmamos al
sentir el cuerpo moverse solo, como si tiritara de frío, aún sintiendo calor.
Creímos en un principio que era el árbol que oscilaba, preparándose a caer
sobre nosotros. Nos pusimos en pie de un brinco y nos apartamos de su
sombra. La encina seguía erguida, pero sacudiéndose como si la varearan para
echar al suelo sus bellotas. Ya en pie, sentimos que todo se movía a nuestro
alrededor. Vibraban las piedras y las briznas de paja, las ovejas se agrupaban
y empujaban las unas a las otras, zarandeándose como hacíamos nosotros. El
trozo de queso daba saltos rebozándose por los terrones. A su lado, el pellejo
vertía el vino a borbotones. Duró no más de dos minutos, luego todo paró y
llegó la calma. Las ovejas volvieron a su ovina rutina y nosotros a
pastorearlas. El queso no se salvó, pero sí algo de vino que ayudó a pasar el
pan. Regresamos al pueblo mientras se iba la tarde. Los vecinos se
encontraban muy alterados, el temblor seguía corriendo por las calles, ya en
forma de comidilla. Cuando redilamos el ganado, ambos fuimos a echar un
trago a la taberna. Allí no se hablaba de otra cosa, ni se escuchaba otra cosa.
Los paisanos estaban atentos a las noticias como si de la final de la liga de
campeones se tratara.
La televisión se afanaba en darnos a conocer lo que ya conocíamos, que la
tierra había temblado. Pero nos sacaba ventaja, sabía más que nosotros.
Gracias a que se halla en todos los pueblos del mundo, nos informó que la
tierra no dejaba de temblar. Lo llevaba haciendo en las últimas horas. No sólo
temblaba el centro de Europa. Los terremotos recorrían toda la tundra
siberiana, toda Asia temblaba; la Tierra entera se estaba removiendo. Desde
unos edificios muy modernos y tecnificados, unos hombres con bata de doctor
anunciaban que no eran terremotos propiamente dichos, tampoco se agitaban
a la vez todos los lugares. El hombre de la televisión, que siempre nos hablaba
a la misma hora, intentó mostrar de manera gráfica lo que estaba sucediendo.
Explicaba que la sensación era como si el planeta se desplazara por una órbita
bacheada. Salían entrevistas realizadas en varias partes del mundo. Todos
parecían sentir como si la Tierra girara por debajo de la corteza,
permaneciendo quieto el suelo bajo los pies. Una sensación idéntica a
desplazarse en una cinta transportadora, como si subiéramos y bajáramos por
una montaña rusa en una escalera mecánica, manifestaba una joven coreana,
visiblemente excitada. En la taberna nos mirábamos, todos habíamos jugado
alguna vez a ser arrastrados por una cinta sin fin.
Que los tembleques se dieran por todo el mundo hizo que no nos sintiéramos
más perjudicados ni más desgraciados que el resto de la humanidad. Los
sucesos que sobrevinieron a raíz de los temblores, preocuparon más, aunque
en el pueblo eso nos traía al fresco. No fue tanto el fenómeno como lo
inapropiado del momento, y la alarma que periódicos y televisiones del mundo
entero provocaron.
(Continuará)
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