domingo, 7 de octubre de 2012

IV - El cuentista del círculo vicioso


Lo que van a escuchar a continuación viene y va entre las brumas de la

memoria. ¿Ocurrió de veras? ¿No ocurrió? ¿Acaso importa? Así se escuchó

contar y mi deber es narrarlo tal cual se oyó.

“La meseta manchega es una planicie donde los pueblos se divisan los unos

desde los otros, tan plana es la zona. Es como si hubieran tendido el suelo a

secar al sol y, una vez seco, se hubieran olvidado de quitarlo. En medio de

esta llanura desempeñaba el pastoreo desde chico, acompañado siempre de mi

padre. Nos hallábamos sentados a la sombra de una encina, mi padre cortaba

un trozo de queso mientras yo sacaba la bota del zurrón. Nos alarmamos al

sentir el cuerpo moverse solo, como si tiritara de frío, aún sintiendo calor.

Creímos en un principio que era el árbol que oscilaba, preparándose a caer

sobre nosotros. Nos pusimos en pie de un brinco y nos apartamos de su

sombra. La encina seguía erguida, pero sacudiéndose como si la varearan para

echar al suelo sus bellotas. Ya en pie, sentimos que todo se movía a nuestro

alrededor. Vibraban las piedras y las briznas de paja, las ovejas se agrupaban

y empujaban las unas a las otras, zarandeándose como hacíamos nosotros. El

trozo de queso daba saltos rebozándose por los terrones. A su lado, el pellejo

vertía el vino a borbotones. Duró no más de dos minutos, luego todo paró y

llegó la calma. Las ovejas volvieron a su ovina rutina y nosotros a

pastorearlas. El queso no se salvó, pero sí algo de vino que ayudó a pasar el

pan. Regresamos al pueblo mientras se iba la tarde. Los vecinos se

encontraban muy alterados, el temblor seguía corriendo por las calles, ya en

forma de comidilla. Cuando redilamos el ganado, ambos fuimos a echar un

trago a la taberna. Allí no se hablaba de otra cosa, ni se escuchaba otra cosa.

Los paisanos estaban atentos a las noticias como si de la final de la liga de

campeones se tratara.

La televisión se afanaba en darnos a conocer lo que ya conocíamos, que la

tierra había temblado. Pero nos sacaba ventaja, sabía más que nosotros.

Gracias a que se halla en todos los pueblos del mundo, nos informó que la

tierra no dejaba de temblar. Lo llevaba haciendo en las últimas horas. No sólo

temblaba el centro de Europa. Los terremotos recorrían toda la tundra

siberiana, toda Asia temblaba; la Tierra entera se estaba removiendo. Desde

unos edificios muy modernos y tecnificados, unos hombres con bata de doctor

anunciaban que no eran terremotos propiamente dichos, tampoco se agitaban

a la vez todos los lugares. El hombre de la televisión, que siempre nos hablaba

a la misma hora, intentó mostrar de manera gráfica lo que estaba sucediendo.

Explicaba que la sensación era como si el planeta se desplazara por una órbita

bacheada. Salían entrevistas realizadas en varias partes del mundo. Todos

parecían sentir como si la Tierra girara por debajo de la corteza,

permaneciendo quieto el suelo bajo los pies. Una sensación idéntica a


desplazarse en una cinta transportadora, como si subiéramos y bajáramos por


una montaña rusa en una escalera mecánica, manifestaba una joven coreana,

visiblemente excitada. En la taberna nos mirábamos, todos habíamos jugado

alguna vez a ser arrastrados por una cinta sin fin.

Que los tembleques se dieran por todo el mundo hizo que no nos sintiéramos

más perjudicados ni más desgraciados que el resto de la humanidad. Los

sucesos que sobrevinieron a raíz de los temblores, preocuparon más, aunque

en el pueblo eso nos traía al fresco. No fue tanto el fenómeno como lo

inapropiado del momento, y la alarma que periódicos y televisiones del mundo

entero provocaron.
(Continuará)

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