Marcel, que no parecía tener habilidades para otra cosa, se fue
sintiendo uña y carne con aquel compañero que tenía cables por entrañas,
batería por corazón y cerebro de silicio. Aquel amigo le proporcionó un cambio
de nombre. Y no fue cosa baladí.
Un cambio de nombre puede alcanzar más trascendencia que el cambio del
propio rostro. Marcel convino un pacto con su nuevo nombre: no sería
introvertido. Dakota fue bautizado en los foros de la red. En estos se mostraba
dicharachero y gracioso, aunque fueran diálogos de diez dedos. Sus golpes de
humor eran deliciosos y había quien entraba sólo para alegrarse el día y
reconfortarse con el buen sentido de sus humores. A través de la red, concertó
algunos encuentros con chicas, preludios de verdaderas citas. Pero éstas no
llegaron a alargarse lo suficiente para hacer historia ni requerir tiempos
verbales de pasado; ninguna relación sobrevivió al primer encuentro. No
siempre era el reservado carácter de Marcel el causante de que Dakota se
disolviera como un terrón de azúcar en el cuerpo a cuerpo. Buena parte de la
culpa se debía a la fortuna, a la mala fortuna.
Un día quedó en un conocido centro de ocio. La intención, más que inocente,
era pasar una tarde de cine y quizá tomar alguna cerveza. La cita quedó
establecida con Sombrita. Eran las cuatro de la tarde de un sábado de verano,
diez de agosto para más señas, día que el santoral conmemora a San Lorenzo,
que tuvo la desgracia de morir asado en una parrilla. Desde entonces, al
menos en España, sufrimos la venganza de ese martirio a cargo de otro
Lorenzo, que nos provoca en esas fechas rojez en la piel, sin necesidad de
utilizar parrilla alguna. Si algún año, en ese día, no podemos ver a Lorenzo,
mal asunto; se debe a la visita de aire sahariano. Los termómetros entraban
en la cuarentena de grados a la sombra. Aquellos que informaban de la
temperatura mediante guarismos, mostraban estos desdibujados, como si los
números se evaporaran o se cociesen.
Nada más hacer acto de presencia en la plazoleta del recinto, Dakota no tuvo
duda de quién era Sombrita. Una mujer, en camino de las bodas de oro de su
nacimiento, esperaba sobre uno de los bancos metálicos. Vestida -o envueltaen
telas negras, con desenfadado look gótico, yacía sentada sobre el mismo
infierno. Cercada por las ascuas que ascendían desde el banco y las que caían
a plomo desde el aire. Sombrita, ajena a los calores, hacía señas con sus
cadenas y cruces destellando como relámpagos en una tormenta. Marcel
recibió la visita de dos pensamientos. El primero alcanzó la cabeza de
inmediato: había cometido un error, por omisión en este caso, al no informar
de su edad en la red. El segundo pensamiento fue darse la vuelta y salir de allí
corriendo. La cohibición sujetó sus pies al cemento de la plaza, el sexto
sentido de Sombrita había dado con él. Aquel sábado, destinado a ser un
sábado corriente, se quiso volver eterno, y casi lo consiguió. Al final, todo
quedó en un sábado excesivamente largo. Marcel lo sobrellevó con apocado
estoicismo. Sombrita resultó ser demasiado tupida y oscureció la débil luz de
Dakota.
Con la lección aprendida, Marcel comenzó a dejar en la red algunos datos
personales y rasgos de su carácter. Se aventuró en una nueva cita, esta vez
con Cebra. Quedó directamente en un bar de copas. En esta ocasión, la
muchacha era dueña de una edad similar a la suya, aunque no se atrevió a
preguntar. Lo tenía todo para ser guapa, pero sus ojos tristes y su nariz
enrojecida la desmejoraban bastante. Pensó que debía estar padeciendo un
resfriado, una afección de lo más común cuando se entraba en otoño. Dakota
pidió cerveza, Cebra pidió vodka. Marcel pensó que una bebida tan potente le
cortaría el resfriado de raíz. Juntaron los vasos y se desearon salud. Dakota se
disponía a llevarse el vaso a la boca, la espuma aún no le había rozado los
labios y Cebra emitió una especie de rugido, se había tragado el vodka de un
trago, sólo necesitó una única flexión del codo. Dakota comenzó a venirse a
menos, como la espuma de su cerveza, para acabarse vaciando minutos más
tarde. La joven sacó un pequeño espejo del bolso. Lo abrió y depositó encima
el contenido de un diminuto sobre de papel. Con un billete de tren de ese
mismo día, puso en fila aquel montoncito de polvo blanquecino y lo aspiró
apresuradamente con aquellas narices enrojecidas. Dakota no quiso saber de
dónde le venía el nombre de Cebra..
No hay comentarios:
Publicar un comentario