La música que elegí, de entre las que tenía por casa, fue una
instrumental que llevaba por título
Embers y que M.Oldfield interpretaba a la
perfección. La grabé varias veces para que sonara continuamente mientras
durase la narración. ¿Por qué elegí esa música? No lo sé, bien podría haber
sido otra, pero fue la que sonaba en casa mientras leía aquel cuento. Me
agradó; todavía digo más, me cautivó. Era todo cuanto necesitaba para
elegirla. Si todo hubiera transcurrido siempre con esa naturalidad, con esa
sencillez, muchas cosas hubieran sido distintas de lo que fueron, pero la vida
se empeñó en cruzarse de cuando en cuando en mi camino para recordarme lo
que era, y también lo que no era.
La mayor exigencia de la nueva puesta en escena era su representación
nocturna, o al menos que la luz de la tarde se recogiera por detrás de los
tejados de poniente. Ya con las sombras, el público variaba del que
frecuentaba la plaza con sol. Estaba más ávido de otras cosas que no fueran
fachadas de viejos edificios grabadas en sus cámaras. El público nocturno
desatiende sus ojos para poner la atención al servicio del oído, y eso era bueno
para mí. Quienes me veían cruzar la plaza con aquel falso televisor esperaban
quizá el pase de alguna película trasnochada o, peor aún, la retransmisión de
algún evento deportivo que estuviera disputándose en nuestras antípodas.
Pero quien cruzaba la plaza era un sencillo cuentista disfrazado de extraño
monitor, que se disponía a recitar un cuento. Y así comencé mi plática en
aquellas horas oscuras.
Lo que van a escuchar ustedes ha sido rescatado de entre los desechos del
recuerdo, no del mío. Yo sólo soy un viejo ordenador con memoria ajena, al
que unos acceden con ánimo de meter y otros de sacar, un coño electrónico
por resumir definiciones. Escuchen esto y juzguen... (La voz, un poco metálica,
comenzó al tiempo que las luces se desparramaban por la tela, dibujando
composiciones impredecibles debido a la brisa que batía suavemente la
pantalla)
“Marcel anunciaba un carácter introvertido desde el mismo día de su
nacimiento. Demasiadas horas de parto dejaron a su madre en el agotamiento.
Tuvo que ser la comadrona quien, en último extremo, se decidiera a entrar a
por la criatura y obligarla a salir. La mujer, curtida en muchos partos y
erosionada por los años, era la primera vez que veía tanta reserva al
nacimiento en un niño. Marcel pasó su niñez escondido en los pechos de su
madre. Cuando alguna persona se acercaba a la madre o al niño, él se tiraba
de morros buscando alguno de los dos pezones, tuviera hambre o no. Así,
hundido en la templada carne, mamando la templada leche y con un corazón
templado latiendo a pocos centímetros de su oído, se abandonaba a las
sensaciones de la temperatura. Nada más necesitaba. Nada más conseguía su
atención. Hubo también retraso en echarse a gatear, algo que preocupó al
pediatra en un primer momento, pero descartados problemas óseos y
musculares, barajó la explicación de que no necesitaba alejarse de los brazos
de su madre. Para qué aprender a moverse, entonces. Conseguir hablar fue
otra sucesión de peripecias. Sólo se aventuró a decir palabras distintas a
mamá
y teta estando ya en la guardería, con sus tres años bien cumpliditos,
cuando alguien decidió tirar aquel chupete a la basura. Marcel salvó la
infancia dando tropiezos y así, tropezando, llegó a la pubertad. A duras penas
sacó adelante la enseñanza secundaria obligatoria. No había librado el último
curso con brillantez, pero sí con decencia. La decencia suficiente para que sus
padres recompensaran su esfuerzo con la compra de un ordenador. No fue un
ordenador brillante, sólo fue un ordenador decente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario