domingo, 7 de octubre de 2012

IX - El cuentista del círculo vicioso


La música que elegí, de entre las que tenía por casa, fue una

instrumental que llevaba por título


Embers y que M.Oldfield interpretaba a la


perfección. La grabé varias veces para que sonara continuamente mientras

durase la narración. ¿Por qué elegí esa música? No lo sé, bien podría haber

sido otra, pero fue la que sonaba en casa mientras leía aquel cuento. Me

agradó; todavía digo más, me cautivó. Era todo cuanto necesitaba para

elegirla. Si todo hubiera transcurrido siempre con esa naturalidad, con esa

sencillez, muchas cosas hubieran sido distintas de lo que fueron, pero la vida

se empeñó en cruzarse de cuando en cuando en mi camino para recordarme lo

que era, y también lo que no era.

La mayor exigencia de la nueva puesta en escena era su representación

nocturna, o al menos que la luz de la tarde se recogiera por detrás de los

tejados de poniente. Ya con las sombras, el público variaba del que

frecuentaba la plaza con sol. Estaba más ávido de otras cosas que no fueran

fachadas de viejos edificios grabadas en sus cámaras. El público nocturno

desatiende sus ojos para poner la atención al servicio del oído, y eso era bueno

para mí. Quienes me veían cruzar la plaza con aquel falso televisor esperaban

quizá el pase de alguna película trasnochada o, peor aún, la retransmisión de

algún evento deportivo que estuviera disputándose en nuestras antípodas.

Pero quien cruzaba la plaza era un sencillo cuentista disfrazado de extraño

monitor, que se disponía a recitar un cuento. Y así comencé mi plática en

aquellas horas oscuras.

Lo que van a escuchar ustedes ha sido rescatado de entre los desechos del

recuerdo, no del mío. Yo sólo soy un viejo ordenador con memoria ajena, al

que unos acceden con ánimo de meter y otros de sacar, un coño electrónico

por resumir definiciones. Escuchen esto y juzguen... (La voz, un poco metálica,

comenzó al tiempo que las luces se desparramaban por la tela, dibujando

composiciones impredecibles debido a la brisa que batía suavemente la

pantalla)

“Marcel anunciaba un carácter introvertido desde el mismo día de su

nacimiento. Demasiadas horas de parto dejaron a su madre en el agotamiento.

Tuvo que ser la comadrona quien, en último extremo, se decidiera a entrar a

por la criatura y obligarla a salir. La mujer, curtida en muchos partos y

erosionada por los años, era la primera vez que veía tanta reserva al

nacimiento en un niño. Marcel pasó su niñez escondido en los pechos de su

madre. Cuando alguna persona se acercaba a la madre o al niño, él se tiraba

de morros buscando alguno de los dos pezones, tuviera hambre o no. Así,

hundido en la templada carne, mamando la templada leche y con un corazón

templado latiendo a pocos centímetros de su oído, se abandonaba a las

sensaciones de la temperatura. Nada más necesitaba. Nada más conseguía su

atención. Hubo también retraso en echarse a gatear, algo que preocupó al


pediatra en un primer momento, pero descartados problemas óseos y


musculares, barajó la explicación de que no necesitaba alejarse de los brazos

de su madre. Para qué aprender a moverse, entonces. Conseguir hablar fue

otra sucesión de peripecias. Sólo se aventuró a decir palabras distintas a


mamá



y teta estando ya en la guardería, con sus tres años bien cumpliditos,


cuando alguien decidió tirar aquel chupete a la basura. Marcel salvó la

infancia dando tropiezos y así, tropezando, llegó a la pubertad. A duras penas

sacó adelante la enseñanza secundaria obligatoria. No había librado el último

curso con brillantez, pero sí con decencia. La decencia suficiente para que sus

padres recompensaran su esfuerzo con la compra de un ordenador. No fue un

ordenador brillante, sólo fue un ordenador decente.

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