La gente paseaba, iba y venía, pero pocos se sentaban, salvo que el sol
brillara un poco e invitara a ello. Se consumía noviembre y amaneció un día
soberbio para sentarse al sol. Marcel bajó las escalinatas de la iglesia y se
adentró en el sinuoso camino jalonado de álamos a medio vestir. Sus pies
avanzaban mientras su cabeza se retrasaba, con la confusa sensación de
quien ha olvidado algo. Vio una figura sentada en uno de los bancos. Un libro
abierto descansaba en sus manos. Las manos, también abiertas, descansaban
en sus rodillas. La tenue sombra de unas ramas desnutridas jugueteaba con
ella a taparla y destaparla. Era virtud de la brisa dar vida a las cosas cuando
yacían quietas. Los árboles agradecían esos empujones que les hacían olvidar
su fijeza al suelo. Marcel sintió como se conturbaba, prefirió que fuera Dakota
quien se acercara al asiento. Dio un primer rodeo por detrás para asegurarse
que era ella. Carecía de los elementos necesarios para valorar, salvo que era
mujer y leía. Ella no dio muestras de inquietud, ni aún cuando Dakota fue a
sentarse en el extremo opuesto del banco. Debía de ser ella, deseó Marcel. Sólo
Lectora permanecería inmersa en un libro de esa manera, imperturbable a
cuanto acaeciera a su alrededor. Dakota dijo algo, no mucho, lo suficiente
para romper el hielo. Las primeras miradas fueron de soslayo, luego fue
girando la cabeza hasta que sus ojos la abarcaron por completo. Mientras
Dakota hablaba del foro, de cómo quedó prendado con sus primeras
apariciones, de cómo se identificó con ella; Marcel no dejaba de mirarla. Bajo
el vencido sol de otoño, su cuerpo refulgía como el de una diosa. Atenea, sin
duda, sólo ella podría ser capaz de sumergirse en los libros de aquella manera.
Un libro, eso es lo que había olvidado, recordó de pronto Marcel. Dakota se
despidió de Lectora. Será sólo un momento, dijo. El tiempo que empleara en
llegar a casa, tomar un libro de la estantería y volver.
Cuando Marcel se adentró de nuevo en la alameda, un latigazo sacudió su
espalda, como si un rayo le hubiese entrado por la cabeza y salido por los pies.
Emprendió una loca carrera hacia el banco a la vez que gritaba como un
poseído. Dos jóvenes embrutecidos se ensañaban a patadas y golpes con
Lectora. La voz de un Marcel fuera de sí atronaba y amenazaba con enviarlos
directamente a los infiernos. Su ímpetu acobardó a los vándalos y provocó su
huída. Cuando Marcel llegó a la altura de Lectora, ésta yacía tumbada en el
banco. La mano izquierda, tronchada por la muñeca, seguía aferrada al libro,
que aún permanecía abierto por la misma página de siempre. Lectora no
sangraba y permanecía fría. No estaba muerta, las estatuas de bronce nunca
mueren. Lectora ya no miraba el libro, tenía sus metálicos ojos clavados en
unos que lloraban frente a ella. Marcel quiso apreciar unas lágrimas corriendo
por las bronceadas mejillas de Lectora, pero tal vez fueran las suyas, que
hicieron un pequeño alto antes de llorar sobre el suelo.”
He de decir que parte de la representación tuvo mucha aceptación entre el
público, en su mayoría jóvenes, que a medida que Dakota sufría decepciones,
ellos soltaban carcajadas que finalizaban con insultos solidarios del tipo “¡Qué
pringao!”, o bien, “¡Qué hijoputa el tío!”. Cuando llegaba el final, no obstante,
callaban las risas, como si ciertas actitudes se vivieran en carne propia. Yo me
sentía orgulloso y reconfortado al ver cómo ciertas emociones calaban en los
oyentes sin música o imágenes intencionadas que apoyaran las palabras.
Hubo un día donde los asistentes debieron pensar que aquella actuación no
era más que la excentricidad de un cómico loco. Y como tal la recibieron. Se
armó tal algarabía de vítores y aplausos que un súbito impulso me llevó a
saludar como en anteriores actuaciones, con tan mala fortuna que el armazón
se venció hacia adelante arrastrándome con él. Quedé en aquella postura
imbécil, sin poder incorporarme ni moverme hacia los lados, donde la única
salida pasaba por romper la malla de lycra para poder desembarazarme de mi
celda. Aquella situación provocó un delirio de risas y aplausos que me hicieron
preguntarme si pisaba la senda correcta. Yo pretendía ser cuentista, actor en
último extremo, pero estaba dando la imagen de un payaso sin proponérmelo.
Ese contratiempo hizo que me sumiera en un período de reflexión, que resultó
previo a la toma de una drástica decisión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario