De hecho, algunas personas se hallaban ya en pleno desajuste nervioso.
Comenzaban a difundir que los temblores eran la puerta por donde llegaría el
fin de los días. Los aviones seguían trazando por el aire estelas de humo sin
descanso, siendo los vuelos transoceánicos los más demandados. Los trenes
no iban a la zaga, haciendo necesario que se habilitaran convoyes de
mercancías para transportar a tanto viajero. Se vivía como un éxodo colectivo
desde todas las ciudades del mundo hacia todas las ciudades del mundo. En
verdad, parecía que los temblores estuvieran batiendo las cabezas hasta diluir
cordura y locura. Tal interpretación hacían los psicólogos de los procesos
mentales que movían a las masas a llevar a cabo semejantes actos. Los
sociólogos no se atrevían aún a definirse; movimientos humanos de esa
envergadura necesitaban más observación por su parte, manifestaban.
Los temblores continuaban con su aleatoria monotonía. Hoy había
convulsión; mañana y pasado, no; al otro volvía el temblor; se ausentaba por
cinco días; volvía a sacudir los dos siguientes. De vez en cuando llovía, pero
nadie prestaba ya atención a la lluvia, por más falta que nos hiciera el agua.
Tanta convulsión parecía haber herido mortalmente los anhelos de la gente.
Una agradable tarde sin temblor, apareció el hijo de la tía Ignacia. Partió años
atrás en busca de fortuna a un lejano país del oriente. Encontró fortuna,
también mujer e hijos. Los niños eran espejo de su madre, nos contó. No
quisieron acompañarle y vino solo. No sabía por qué sintió el fuerte impulso de
volver a su pueblo, pero volvió. Tampoco sabía la razón que movió a su mujer
e hijos a quedarse allí, pero se quedaron. Estoy en mi pueblo, decía, eso es lo
que importa. Por contra, Ahmed, un joven argelino que araba las tierras de
labor del convento, se despidió de los frailes de la noche a la mañana y regresó
a su país.
Los temblores cesaron como empezaron: súbitamente. Tuvieron que
pasar días de calma para que diéramos crédito de su fin. Los medios de
comunicación anduvieron con más cautela que su público. Sólo la certeza de
su cese en todas las zonas del planeta, hizo que periódicos, emisoras de radio
y cadenas de televisión volvieran a no hablar de otra cosa. Tardaron bastante
en hacer sonar las campanas. En el pueblo nos bastó comprobar el silencio
del suelo para sentirnos reconfortados. Los comunicadores se empeñaban en
preguntar a los científicos, pero estos callaban hasta que los sismógrafos sólo
midieran una calma total. Quedó como una herida la ignorancia de las causas
de los temblores y de las causas de su ausencia, aunque esto último no
preocupó; había sido la tónica general hasta que a la tierra le dio por
sacudirse sin descanso. Sólo unas imágenes habían dejado abiertas las bocas
y perplejos los ojos del mundo. Las razas del planeta se habían ido agrupando
en sus asentamientos originarios, nadie sabía por qué. Ocurrió sin más.
En el pueblo, las cosas y las personas volvieron a su normalidad. Mi
padre y yo salimos juntos de nuevo a pastorear. Sólo el viento hacía que se
movieran de nuevo las briznas de hierba y las ramas de las encinas. La
clientela se repartió de nuevo entre la taberna y el bar de las
Tres cruces a
tomar sus tragos. Cada vecino volvió a sus propios quehaceres. El hijo de la
tía Ignacia regresó a Japón a reunirse con su mujer y sus hijos. Ahmed volvió
a seguir abriendo surcos en las tierras de labor del convento. Por todo el
mundo, millones de personas hacían su particular revuelta. Volvían a volver a
la que había sido su tierra antes de los temblores.
Yo seguí con mi costumbre de ir a tomar cerveza a la taberna cuando
encerrábamos el ganado, no había otra cosa que hacer en el pueblo cuando se
iba la tarde. Su gran televisor de plasma era la ventana que me acercaba el
mundo que se abría más allá y que había temblado igual que tembló mi
pueblo. El hombre trajeado que nos daba las noticias no volvió a mencionar la
palabra temblor, como si se la hubieran prohibido expresamente. Sin
embargo, todos los días al finalizar su programa, echaban un anuncio
publicitario que me erizaba el vello. Un tal Ernö Rubik, escultor y profesor de
arquitectura húngaro, que dicen inventó hace años un famoso cubo
rompecabezas, había construido un nuevo artilugio de forma esférica. El
desafío consistía en agrupar los colores por continentes.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario