domingo, 7 de octubre de 2012

VII - El cuentista del círculo vicioso



De hecho, algunas personas se hallaban ya en pleno desajuste nervioso.

Comenzaban a difundir que los temblores eran la puerta por donde llegaría el

fin de los días. Los aviones seguían trazando por el aire estelas de humo sin

descanso, siendo los vuelos transoceánicos los más demandados. Los trenes

no iban a la zaga, haciendo necesario que se habilitaran convoyes de

mercancías para transportar a tanto viajero. Se vivía como un éxodo colectivo

desde todas las ciudades del mundo hacia todas las ciudades del mundo. En

verdad, parecía que los temblores estuvieran batiendo las cabezas hasta diluir

cordura y locura. Tal interpretación hacían los psicólogos de los procesos

mentales que movían a las masas a llevar a cabo semejantes actos. Los

sociólogos no se atrevían aún a definirse; movimientos humanos de esa

envergadura necesitaban más observación por su parte, manifestaban.

Los temblores continuaban con su aleatoria monotonía. Hoy había

convulsión; mañana y pasado, no; al otro volvía el temblor; se ausentaba por

cinco días; volvía a sacudir los dos siguientes. De vez en cuando llovía, pero

nadie prestaba ya atención a la lluvia, por más falta que nos hiciera el agua.

Tanta convulsión parecía haber herido mortalmente los anhelos de la gente.

Una agradable tarde sin temblor, apareció el hijo de la tía Ignacia. Partió años

atrás en busca de fortuna a un lejano país del oriente. Encontró fortuna,

también mujer e hijos. Los niños eran espejo de su madre, nos contó. No

quisieron acompañarle y vino solo. No sabía por qué sintió el fuerte impulso de

volver a su pueblo, pero volvió. Tampoco sabía la razón que movió a su mujer

e hijos a quedarse allí, pero se quedaron. Estoy en mi pueblo, decía, eso es lo

que importa. Por contra, Ahmed, un joven argelino que araba las tierras de

labor del convento, se despidió de los frailes de la noche a la mañana y regresó

a su país.

Los temblores cesaron como empezaron: súbitamente. Tuvieron que

pasar días de calma para que diéramos crédito de su fin. Los medios de

comunicación anduvieron con más cautela que su público. Sólo la certeza de

su cese en todas las zonas del planeta, hizo que periódicos, emisoras de radio

y cadenas de televisión volvieran a no hablar de otra cosa. Tardaron bastante

en hacer sonar las campanas. En el pueblo nos bastó comprobar el silencio

del suelo para sentirnos reconfortados. Los comunicadores se empeñaban en

preguntar a los científicos, pero estos callaban hasta que los sismógrafos sólo

midieran una calma total. Quedó como una herida la ignorancia de las causas

de los temblores y de las causas de su ausencia, aunque esto último no

preocupó; había sido la tónica general hasta que a la tierra le dio por

sacudirse sin descanso. Sólo unas imágenes habían dejado abiertas las bocas

y perplejos los ojos del mundo. Las razas del planeta se habían ido agrupando

en sus asentamientos originarios, nadie sabía por qué. Ocurrió sin más.


En el pueblo, las cosas y las personas volvieron a su normalidad. Mi


padre y yo salimos juntos de nuevo a pastorear. Sólo el viento hacía que se

movieran de nuevo las briznas de hierba y las ramas de las encinas. La

clientela se repartió de nuevo entre la taberna y el bar de las


Tres cruces a
 

tomar sus tragos. Cada vecino volvió a sus propios quehaceres. El hijo de la

tía Ignacia regresó a Japón a reunirse con su mujer y sus hijos. Ahmed volvió

a seguir abriendo surcos en las tierras de labor del convento. Por todo el

mundo, millones de personas hacían su particular revuelta. Volvían a volver a

la que había sido su tierra antes de los temblores.

Yo seguí con mi costumbre de ir a tomar cerveza a la taberna cuando

encerrábamos el ganado, no había otra cosa que hacer en el pueblo cuando se

iba la tarde. Su gran televisor de plasma era la ventana que me acercaba el

mundo que se abría más allá y que había temblado igual que tembló mi

pueblo. El hombre trajeado que nos daba las noticias no volvió a mencionar la

palabra temblor, como si se la hubieran prohibido expresamente. Sin

embargo, todos los días al finalizar su programa, echaban un anuncio

publicitario que me erizaba el vello. Un tal Ernö Rubik, escultor y profesor de

arquitectura húngaro, que dicen inventó hace años un famoso cubo

rompecabezas, había construido un nuevo artilugio de forma esférica. El

desafío consistía en agrupar los colores por continentes.”

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