Terminada la crónica, hice una sensible reverencia para agradecer la
atención que aquel grupo de personas me había prestado. Los aplausos
brotaron de forma tímida al principio, hasta que su percusión llegó a contagiar
al resto de las manos allí presentes. Hice una segunda reverencia, esta vez
más acusada y con la emoción dibujando gestos en mi cara. En esta segunda
inclinación se fue la boina al suelo y algunos presentes se acercaron a echar
unas monedas. Siempre me quedó la duda de si la admiración que mostró
aquel público se debió a la fascinación causada por la narración, o fue por el
contrario provocada por la sorpresa de escuchar a un gañán recitar de
memoria aquella historia inverosímil. Fuera cual fuese la causa de aquella
explosión de júbilo, consiguió motivarme lo suficiente para seguir con la
iniciativa. Repetí actuación durante algunos días hasta que fui reconociendo
entre el público caras que me empezaban a resultar familiares. Decidí que
había llegado el momento de pasar página y dar la oportunidad a otras
leyendas. El primer problema al que debía encontrar solución era qué hacer
con la oveja. La buhardilla de la calle Alameda comenzaba ya a expeler olores
de redil y no era buen plan seguir conviviendo con ella. Los vecinos, que nada
sabían de cómo me ganaba la vida, jurarían ante la Biblia que desde luego
pastor no era. Llegar a condenarme por desviaciones sexuales, si no lo habían
hecho ya, era cuestión de tiempo. Con estas tribulaciones revoloteando sobre
mi cabeza, me dirigí al cercano mercado de San Miguel, donde vendí a buen
precio a mi, hasta ese momento, inseparable compañera.
La siguiente puesta en escena exigía un disfraz distinto a todas luces, más
radical. Después de barajar algunas ideas, sólo tres no fueron descartadas al
momento. Pero como siempre ocurre cuando nos enfrentamos a una elección,
por más pretendientes que haya, siempre hay una candidata con más ventajas
en nuestro interior, siempre ocurre así, desde el primer momento que surge la
duda. Me convertiría en un monitor de computadora que iría desgranando la
narración a la vez que una música sonaría de fondo y luces de colores darían
actividad y vigor a la falsa pantalla. Me costó gran esfuerzo diseñar el bastidor
de aluminio con suficiente fondo como para alojar mi torso. Debía poseer
suficiente rigidez para soportar una carcasa de poliuretano, convenientemente
oscurecida, y un respaldo que asegurara descanso a mi espalda, ya que mi
empeño era estar sentado con ambas piernas cruzadas mientras durase la
lectura. Un tejido de fina y tupida malla simularía el cristal de la pantalla.
Luces halógenas amarillas, azules, rojas y blancas, se irían alternando en su
encendido y apagado, creando la atmósfera cambiante necesaria para insuflar
algo de movimiento a esa pantalla inerme. Mis pretensiones no pasaban por
crear ningún bello juego de luces que dejara con la boca abierta a los
asistentes, más bien perseguía que aquella tela iluminada fuera un foco donde
descansar la vista y que todo el interés se centrase en la audición de lo que yo
narraría. Probé varias veces el ingenio delante de un espejo hasta que el
resultado me pareció el adecuado. Ya sólo restaba lo más importante: ¿dónde
guardaría aquel armatoste de un metro y medio de alto por dos de ancho? La
solución llegó de la mano de Tinín. El amable propietario de un restaurante de
la plaza Mayor veía en mí a un artista con necesidad de promoción y, como no
era tonto, veía al público que congregaba como futuros clientes. Comprenderá
el lector que no hubiera sido empresa fácil transportar aquella especie de
mampara desde la buhardilla hasta los cascos del caballo de Felipe III.
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