La conversación se alargó durante cerca de dos horas. Habíamos
tomado asiento en unos sillones corridos que vestían un coqueto rincón.
Hablamos de mis cuentos y de sus análisis, de cómo yo escribía historias que
luego narraba a la gente, de cómo ella analizaba alimentos que luego comía la
gente. Qué coincidencia, descubríamos ya un poco dicharacheros, ambos
hacemos cosas para la gente. Nos reímos de la tontería. Tenía una sonrisa
preciosa que agrandaba sus ojos verdes, al contrario de la mía, que los
achinaba hasta hacerlos desaparecer casi por completo. En una de esas risas
alentadas por los mojitos, se nos aproximó una pareja. Ella era hermana de mi
acompañante; él, un conocido parlamentario, político de segunda división. Se
habían conocido poco antes de que lo hiciéramos nosotros y venían de una
discoteca cercana. La mujer se acercaba a comunicar a su hermana que no
pasaría la noche en casa. La autoridad con la que hablaba, y sobre todo su
aspecto físico, la encasillaban como la hermana mayor, a un solo escalón de la
cuarentena. La hermana menor aún no había alcanzado los treinta, aunque
tampoco me preocupaba.
Cuando se marcharon, Lidia, que así se llamaba la hermana mayor,
dejó las llaves de la casa sobre la mesa, sin duda un mensaje no verbal que
por carecer de cifrado quedó bastante claro para todos. Nosotros seguimos con
los mojitos, tal vez bebimos demasiados. A partir de cierto momento, todo
transcurrió sin prisas. Un taxi nos llevó despacio al corazón del barrio de San
Blas. Ella me subió a su casa en un ascensor que tardó una eternidad. Yo la
conduje a una cama mientras nos desnudábamos por el camino, no sé
siquiera si era su cama, pero sí recuerdo que fuimos sin prisas. Dormimos
juntos, quizá hiciéramos algo más, las pistas al menos apuntan a ello, pero no
lo recuerdo, tenía todo mi cuerpo ocupado en distinguir lo que era sangre de lo
que era mojito. Mi anfitriona dejó que durmiese hasta hartarme.
A las diez y cuarto de la mañana abrí los ojos, cinco minutos más tarde
fui capaz de recordar dónde me encontraba. Tomé el desayuno que me había
dejado servido, leí su nota de agradecimiento y bajé a la calle pensando que
algo debimos hacer aparte de dormir. Su hermana no había aparecido en todo
ese tiempo; el parlamentario debió tener su propia nota de agradecimiento.
Tomé un taxi que me devolviera a la calle Alameda. Cuando me disponía a
pagarle, observé un pequeño libro en el asiento posterior.
El llano en llamas, de Rulfo. Era un libro libre, no adscrito a ninguna biblioteca, libro sin dueño.
Se manejaba por el sistema de las tres eles: llévalo, léelo y libéralo. Lo había
leído hacía unos años, por lo que no me pareció oportuno cumplir sólo con dos
de las eles. Lo dejé donde se encontraba, pero me llevé una idea. Ya en casa,
comencé una nueva historia para contar.
La imaginación volvió a enfebrecerse por culpa de ese libro libre y volví
a la rutina del anterior invierno, deseando que llegase de nuevo el buen tiempo
que, como era de esperar, llegó al cabo de unos meses.
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