El año anterior sí existía ese maridaje entre historia y narrador.
Me encontraba sobre el filo de una navaja, en uno de esos momentos
donde dar un paso hacia adelante no era avanzar si se hacía frente a
un precipicio. Sólo me quedaba un as en la manga, y parecía a todas
luces insuficiente para una partida que debía durar hasta el siguiente
otoño. Aprovechando que al siguiente año se cumpliría el ciento
cincuenta aniversario del nacimiento de Allan Poe, escritor que me
apasionaba y me había brindado muy buenas tardes con sus obras, se
me había ocurrido escribir un cuento, muy en su línea, con el que
finalizar la temporada. Su argumento sí casaba con el carácter del
Jinete sin Cabeza. Pero el infortunio siempre se cruza en el momento
más inoportuno, debí haberme dado cuenta en su día que un personaje
descabezado era más pájaro de mal agüero que presagio de fortuna,
aunque no adelantaré acontecimientos aún por venir. Bajé decapitado
toda la calle Huertas hasta mi buhardilla. Lo hice disfrazado porque no
me apetecía ver a nadie; mejor dicho, no me apetecía que nadie me
viera. Me encontraba un tanto abatido y frustrado. El estado de ánimo
debía mostrarse de forma evidente mientras descendía cabizbajo por la
estrecha acera de la calle Huertas, ya que la concurrencia se apartaba
visiblemente de orilla para evitar cruzarse con esa sombra que se
movía, llevando una tormenta sobre sus hombros y una cabeza
columpiándose de una mano.
Nací con una memoria extraordinaria, pero selectiva. Si algo entraba en
el foco de mi motivación, la memoria se volvía prodigiosa hasta el punto
de sorprenderme. Ahora bien, como fuera algo que no captara mi
atención, aquella se volvía perezosa en extremo. Unos pocos días
bastarían para memorizar el nuevo cuento, con escenificación incluida,
pero el estado de mi ánimo sembraba serias dudas. Cuando llegué a
casa sentí grandes deseos de sentarme frente al piano. Hacía algunas
semanas que no lo tocaba y me reconfortó hacerlo. El piano era una
gran dinamo que me cargaba de energía cuando conectaba los dedos.
La impecable sucesión de teclas blancas y negras tenía la virtud de
llevar paz y calma a mi espíritu. El piano tenía pocos secretos para mí
desde que mi padre me enseñara de niño las octavas y sus misterios.
Los dedos se dejaron caer por los tonos graves, lentos y torpes en un
principio, era su desahogo, con toda seguridad. A los pocos minutos, las
manos brincaban persiguiendo colibríes por el teclado, las notas agudas
habían vencido, la pesadumbre se derritió como mantequilla. Acabé
interpretando una pieza que brotó sin proponerlo, no recuerdo en este
momento cuál fue, era de Michael Nyman. Esa noche me fui pronto a
dormir, había sido un día de emociones encontradas, un día duro. Con
todo, serían peores los días que aguardaban llegar.
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