Aunque los días eran aún dulces y brindaban la posibilidad de seguir
con las actuaciones, decidí que era momento de retirarse a la torre de marfil y
preparar la siguiente temporada. Económicamente no había sido un mal
verano, tampoco era yo hombre de excesos. Cuando uno decide dedicarse en
la vida a este tipo de actividades improductivas -y si me apuran, inútiles- debe
aprender a manejar con soltura la hebilla del cinturón. Comencé por el
principio, que es por donde se debe comenzar todo aquello que reclama un
final. Cambiar de indumentaria fue la tarea que me impuse antes de nada.
Debía elegir un buen disfraz, uno con el que la gente me identificara como el
cuentista de la Plaza Mayor. Me había ganado un público fiel y no parecía
mala idea que me asociaran a una imagen. Para ello no valía cualquier
imagen, no servía cualquier disfraz. Dediqué muchas horas a husmear por
librerías y bibliotecas hasta que encontré una fuente inagotable de
inspiración. Era un volumen enorme, deliciosamente pesado, donde
permanecían encerradas todas las criaturas que mitómanos, embusteros y
adorables soñadores habían creado durante siglos.
Enciclopedia de las cosas
que nunca existieron
, así se presentaba aquel mundo maravilloso compendiado
por Michael Page y bellamente ilustrado por Robert Ingpen. Ahí estaban desde
Yggdrasil a Bunyil, del basilisco a los trasgos, Avalón y Kôr, los augures y el
espejo del Preste Juan y... Sleepy Hollow. Leí con atención cómo describía el
adormecimiento y atmósfera letárgica que habita aquella comunidad
escondida entre colinas a orillas del río Hudson. Dicen que el lugar está
embrujado por el espíritu de alguno de los jefes indios que allí habitaban, pero
sobre todo por un fantasma, éste más real... No cabía duda. Ese soldado
decapitado era mi
hombre. Fue así como recordé aquel personaje que
inmortalizara Washington Irving en
La Leyenda de Sleepy Hollow. La figura del
Jinete sin Cabeza
sería mi marca. Fui madurando la idea en la cabeza –en la
mía- y acabé enamorándome de las posibilidades que ofrecía. Elaboré la
decapitada cabeza con látex sobre un molde de otra cabeza de cartón piedra,
de esas que pueblan los escaparates de moda, curtidas en mil batallas, que
soportan con la misma estoicidad vestir una americana de Armani que unos
calzoncillos del Barcelona. Planté sobre ella una peluca de pelo natural, entre
canoso y albino que agarró como la hiedra. Decoré sus gestos con toda la
maña que mis manos fueron capaces. Acoplé unos pequeños altavoces en su
interior y aquella cabeza huérfana de cuerpo quedó lista. Lista para ver la luz
y lista para ser el vehículo que utilizara el destino para volver a cruzarse por
delante de mi vida. El resto del disfraz fue menos laborioso, salvo que me llevó
mucho tiempo en idas y venidas a viejas tiendas mercerías del antiguo Madrid.
Había merecido un descanso y bajé una tarde a la calle Huertas con la
intención de trasegar unas copas y perderme un poco entre gente que
anduviera con la cabeza unida a su cuerpo.
Era un miércoles de noviembre. La tarde acababa de marcharse y los garitos y
bares de Huertas no estaban aún muy frecuentados. Iba ya por mi tercer
mojito cuando percibí que alguien me debía estar mirando con insistencia. No
parecía ser una de esas miradas que pasan sobre ti buscando dónde posarse.
La mirada que fuese llevaba un tiempo plantada en mi cara, sentía su
quemazón en las mejillas. Disimulé muy mal observando todo el bar con
ligereza y dejando aquella mirada para el último momento. Era una mujer
rubia, de cara redonda y agraciada. Una blusa blanca, de botones muy
separados, dejaba entrever unos pechos que no querían sujetador. Sus ojos
eran de un verde tan claro que hacía imposible detenerse en ellos sin colarse
hacia dentro. Se veía su alma a través de aquellos ojos, un ánimo sin aflicción
ni congoja, un alma en calma. No se entretuvo demasiado en juegos
adolescentes de mantener la mirada, se bajó del taburete y vino en mi busca.
Mi cara no le resultaba desconocida, dijo. No sé, contesté yo. Soy cuentista,
añadí.
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario