Prefería andar por la calle Huertas arriba a enlazar con la calle de la Bolsa y
de ahí, por la calle Atocha, llegar hasta la plaza. Cierta vez, un día que
amaneció inclemente, decidí llegar en metro. Desistí de intentarlo de nuevo,
Madrid tenía –y sigue teniendo- la mala costumbre de empujar a muchos
corazones contra las cuerdas y no estaba yo para tormentos de conciencia ni
cumplir penitencias por culpas ajenas. No fue el único disgusto que tuve con
ese disfraz. Me va a permitir el lector que haga aquí un inciso para dejar una
anécdota. Ocurrió un día en que pensaba yo hacer mi representación en la
Puerta del Sol. Esa plaza siempre fue más reivindicativa que la Mayor y aquel
día me encontré de bruces con una manifestación. No serían más de
doscientas personas, sus pancartas en alto y su ánimo encrespado daban a
ese grupo un aire de pequeño ejército con sus estandartes al aire. Increpaban
al Gobierno por su indefinida política para solucionar, de una vez por todas, el
problema del pueblo saharaui. Yo nunca entendí de política, nada bueno
podría aportarme una actividad trenzada de intereses y vericuetos, pero sí
entendía de sentimientos, de solidaridad y responsabilidad, por lo que vi
justas aquellas reivindicaciones. Me sumé a ellas por unos momentos y
levanté la decapitada cabeza al aire mientras gritaba sus consignas. En ello
estaba cuando sentí como unos brazos me asían desde atrás con la intención
de apartarme del tumulto. Dos policías vestidos de paisano me invitaron a ir
con ellos a un furgón policial aparcado en la calle Arenal. Me llevó su tiempo
convencer a esos servidores públicos que mis intenciones no eran soliviantar
los ánimos de nadie incitando a que se cortaran cabezas. Sólo llevaba el
disfraz con motivo de una actuación que se vio truncada por la propia
manifestación. Me dejaron libre, no sin antes anotar mis datos personales en
una ficha. No parecía ser la única que rellenaron esa tarde.
Como en toda vocación, y la de cuentista no es ajena a ello, el continuado
ejercicio de la misma nos hace buscar el camino de su perfección. Los
comienzos están hechos para sentar los cimientos de los errores. El primer día
que subí a la pequeña tarima fue un cúmulo de desaciertos. No había sido
cuidadoso, ni con el atuendo ni con la historia y los viandantes pensaron que
era un voceador cualquiera intentando venderles algo que no necesitaban.
Deduje que debía diferenciarme del entorno y contarles algo que no supieran
y, sobre todo, que era gratis. Recuerdo la primera actuación seria como si
hubiera sucedido ayer. Cruzaba la plaza buscando el lugar idóneo para el
montaje de la escena, todo el mundo me miraba con extrañeza. Como no
tenían nada mejor que hacer, aguardaron a ver qué iba a suceder allí. Con
extrañeza también miraban cuando un hombre con la cabeza bajo el brazo
andaba de un lado para otro, pero el sentido común siempre les informaba
que nadie andaba por ahí con el cuello rebanado y enseguida comprendían
que se trataba de un disfraz. No ocurría lo mismo si un gañán, con una oveja
amarrada al extremo de una cuerda, se subía a un improvisado altillo con el
anuncio de que iba a brindar a los presentes la narración de un cuento. Y así
comencé la historia.
(Continuará)
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