domingo, 7 de octubre de 2012

II - El cuentista del círculo vicioso


Mi escenario preferido, aunque no el único, era la Plaza Mayor de Madrid. Me

parecía un lugar menos de paso que la Puerta del Sol, donde también

escenifiqué alguno de mis cuentos. Eran días frenéticos. Debía madrugar para

iniciar el proceso de transformación que me esperaba. Un maniquí aguantaba

durante toda la noche el disfraz que yo vestiría durante el día siguiente, llegué

a identificar a ese muñeco de mimbre como mi álter ego; paranoias de vivir

solo, supongo. No ejercía sólo la función de sujetar la vestimenta, para ello

hubiera bastado una simple silla, su trabajo servía para mostrar cómo me

verían los demás y aconsejarme las oportunas modificaciones. Los espejos se

empeñan en mostrar lo que ya conocemos sobradamente. Me escondí tras

otras máscaras y adopté otros personajes, pero el que últimamente me

contenía era un mercenario alemán, decapitado con su propia espada por

aquella obsesión de tomar la cabeza de los vivos, que venía a ser lo que yo

perseguía con mis relatos, aunque en mi caso era en sentido figurado, claro

está. Tomar la cabeza de los asistentes es una de las cosas que me animó a

convertirme en cuentista. Si mis cuentos eran leídos sin estar yo presente,

cosa habitual en la lectura, perdía de vista las reacciones y emociones del

lector. Mis incursiones en el mundo del teatro me produjeron idénticas

sensaciones, los actores perdíamos de vista al público, inmersos en la

representación y cegados por los focos. Por ello me hice cuentista. Mis largos

años de estudiante de piano y una excelente memoria, me permitían

abstraerme del texto y prestar mi atención a esos rostros que se debatían en

un mar de gestos. Aunque la cabeza del jinete formaba atuendo separado,

maquillaba yo la mía de idéntica manera y me embutía una larga cabellera,

nunca supe si cana o albina. Me gustaba representar un numerito ante el

público. Siempre que unos aplausos rubricaran con su visto bueno que el

cuento había sido de su agrado, el jinete descabezado volvía a poseer tan

preciado apéndice. Con un rápido movimiento de las manos, hacía

desaparecer bajo el suelo del altillo la cabeza seccionada y emergía la mía de

entre los hombros, al tiempo que me inclinaba en señal de respeto y

agradecimiento. Al público le llamaba mucho la atención el hecho de que

mientras recitaba las historias, mi voz no surgiera del pecho (lugar donde

todos ubicaban mi boca oculta, salvo los niños), sino de la cabeza decapitada.

El truco era simple. Un diminuto micrófono unido al pequeño amplificador

ubicado dentro de la cabeza explicaba todo el misterio. Así pues, de esa guisa

salía todas las mañanas de casa para dirigirme a la Plaza Mayor.
(Continuará)

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