domingo, 7 de octubre de 2012

X - El cuentista del círculo vicioso


Marcel, que no parecía tener habilidades para otra cosa, se fue

sintiendo uña y carne con aquel compañero que tenía cables por entrañas,

batería por corazón y cerebro de silicio. Aquel amigo le proporcionó un cambio

de nombre. Y no fue cosa baladí.

Un cambio de nombre puede alcanzar más trascendencia que el cambio del

propio rostro. Marcel convino un pacto con su nuevo nombre: no sería

introvertido. Dakota fue bautizado en los foros de la red. En estos se mostraba

dicharachero y gracioso, aunque fueran diálogos de diez dedos. Sus golpes de

humor eran deliciosos y había quien entraba sólo para alegrarse el día y

reconfortarse con el buen sentido de sus humores. A través de la red, concertó

algunos encuentros con chicas, preludios de verdaderas citas. Pero éstas no

llegaron a alargarse lo suficiente para hacer historia ni requerir tiempos

verbales de pasado; ninguna relación sobrevivió al primer encuentro. No

siempre era el reservado carácter de Marcel el causante de que Dakota se

disolviera como un terrón de azúcar en el cuerpo a cuerpo. Buena parte de la

culpa se debía a la fortuna, a la mala fortuna.

Un día quedó en un conocido centro de ocio. La intención, más que inocente,

era pasar una tarde de cine y quizá tomar alguna cerveza. La cita quedó

establecida con Sombrita. Eran las cuatro de la tarde de un sábado de verano,

diez de agosto para más señas, día que el santoral conmemora a San Lorenzo,

que tuvo la desgracia de morir asado en una parrilla. Desde entonces, al

menos en España, sufrimos la venganza de ese martirio a cargo de otro

Lorenzo, que nos provoca en esas fechas rojez en la piel, sin necesidad de

utilizar parrilla alguna. Si algún año, en ese día, no podemos ver a Lorenzo,

mal asunto; se debe a la visita de aire sahariano. Los termómetros entraban

en la cuarentena de grados a la sombra. Aquellos que informaban de la

temperatura mediante guarismos, mostraban estos desdibujados, como si los

números se evaporaran o se cociesen.

Nada más hacer acto de presencia en la plazoleta del recinto, Dakota no tuvo

duda de quién era Sombrita. Una mujer, en camino de las bodas de oro de su

nacimiento, esperaba sobre uno de los bancos metálicos. Vestida -o envueltaen

telas negras, con desenfadado look gótico, yacía sentada sobre el mismo

infierno. Cercada por las ascuas que ascendían desde el banco y las que caían

a plomo desde el aire. Sombrita, ajena a los calores, hacía señas con sus

cadenas y cruces destellando como relámpagos en una tormenta. Marcel

recibió la visita de dos pensamientos. El primero alcanzó la cabeza de

inmediato: había cometido un error, por omisión en este caso, al no informar

de su edad en la red. El segundo pensamiento fue darse la vuelta y salir de allí

corriendo. La cohibición sujetó sus pies al cemento de la plaza, el sexto

sentido de Sombrita había dado con él. Aquel sábado, destinado a ser un

sábado corriente, se quiso volver eterno, y casi lo consiguió. Al final, todo

quedó en un sábado excesivamente largo. Marcel lo sobrellevó con apocado


estoicismo. Sombrita resultó ser demasiado tupida y oscureció la débil luz de


Dakota.

Con la lección aprendida, Marcel comenzó a dejar en la red algunos datos

personales y rasgos de su carácter. Se aventuró en una nueva cita, esta vez

con Cebra. Quedó directamente en un bar de copas. En esta ocasión, la

muchacha era dueña de una edad similar a la suya, aunque no se atrevió a

preguntar. Lo tenía todo para ser guapa, pero sus ojos tristes y su nariz

enrojecida la desmejoraban bastante. Pensó que debía estar padeciendo un

resfriado, una afección de lo más común cuando se entraba en otoño. Dakota

pidió cerveza, Cebra pidió vodka. Marcel pensó que una bebida tan potente le

cortaría el resfriado de raíz. Juntaron los vasos y se desearon salud. Dakota se

disponía a llevarse el vaso a la boca, la espuma aún no le había rozado los

labios y Cebra emitió una especie de rugido, se había tragado el vodka de un

trago, sólo necesitó una única flexión del codo. Dakota comenzó a venirse a

menos, como la espuma de su cerveza, para acabarse vaciando minutos más

tarde. La joven sacó un pequeño espejo del bolso. Lo abrió y depositó encima

el contenido de un diminuto sobre de papel. Con un billete de tren de ese

mismo día, puso en fila aquel montoncito de polvo blanquecino y lo aspiró

apresuradamente con aquellas narices enrojecidas. Dakota no quiso saber de

dónde le venía el nombre de Cebra..

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