domingo, 7 de octubre de 2012

VIII - El cuentista del círculo vicioso


Terminada la crónica, hice una sensible reverencia para agradecer la

atención que aquel grupo de personas me había prestado. Los aplausos

brotaron de forma tímida al principio, hasta que su percusión llegó a contagiar

al resto de las manos allí presentes. Hice una segunda reverencia, esta vez

más acusada y con la emoción dibujando gestos en mi cara. En esta segunda

inclinación se fue la boina al suelo y algunos presentes se acercaron a echar

unas monedas. Siempre me quedó la duda de si la admiración que mostró

aquel público se debió a la fascinación causada por la narración, o fue por el

contrario provocada por la sorpresa de escuchar a un gañán recitar de

memoria aquella historia inverosímil. Fuera cual fuese la causa de aquella

explosión de júbilo, consiguió motivarme lo suficiente para seguir con la

iniciativa. Repetí actuación durante algunos días hasta que fui reconociendo

entre el público caras que me empezaban a resultar familiares. Decidí que

había llegado el momento de pasar página y dar la oportunidad a otras

leyendas. El primer problema al que debía encontrar solución era qué hacer

con la oveja. La buhardilla de la calle Alameda comenzaba ya a expeler olores

de redil y no era buen plan seguir conviviendo con ella. Los vecinos, que nada

sabían de cómo me ganaba la vida, jurarían ante la Biblia que desde luego

pastor no era. Llegar a condenarme por desviaciones sexuales, si no lo habían

hecho ya, era cuestión de tiempo. Con estas tribulaciones revoloteando sobre

mi cabeza, me dirigí al cercano mercado de San Miguel, donde vendí a buen

precio a mi, hasta ese momento, inseparable compañera.

La siguiente puesta en escena exigía un disfraz distinto a todas luces, más

radical. Después de barajar algunas ideas, sólo tres no fueron descartadas al

momento. Pero como siempre ocurre cuando nos enfrentamos a una elección,

por más pretendientes que haya, siempre hay una candidata con más ventajas

en nuestro interior, siempre ocurre así, desde el primer momento que surge la

duda. Me convertiría en un monitor de computadora que iría desgranando la

narración a la vez que una música sonaría de fondo y luces de colores darían

actividad y vigor a la falsa pantalla. Me costó gran esfuerzo diseñar el bastidor

de aluminio con suficiente fondo como para alojar mi torso. Debía poseer

suficiente rigidez para soportar una carcasa de poliuretano, convenientemente

oscurecida, y un respaldo que asegurara descanso a mi espalda, ya que mi

empeño era estar sentado con ambas piernas cruzadas mientras durase la

lectura. Un tejido de fina y tupida malla simularía el cristal de la pantalla.

Luces halógenas amarillas, azules, rojas y blancas, se irían alternando en su

encendido y apagado, creando la atmósfera cambiante necesaria para insuflar

algo de movimiento a esa pantalla inerme. Mis pretensiones no pasaban por

crear ningún bello juego de luces que dejara con la boca abierta a los

asistentes, más bien perseguía que aquella tela iluminada fuera un foco donde

descansar la vista y que todo el interés se centrase en la audición de lo que yo


narraría. Probé varias veces el ingenio delante de un espejo hasta que el


resultado me pareció el adecuado. Ya sólo restaba lo más importante: ¿dónde

guardaría aquel armatoste de un metro y medio de alto por dos de ancho? La

solución llegó de la mano de Tinín. El amable propietario de un restaurante de

la plaza Mayor veía en mí a un artista con necesidad de promoción y, como no

era tonto, veía al público que congregaba como futuros clientes. Comprenderá

el lector que no hubiera sido empresa fácil transportar aquella especie de

mampara desde la buhardilla hasta los cascos del caballo de Felipe III.

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