domingo, 7 de octubre de 2012

III - El cuentista del círculo vicioso


Prefería andar por la calle Huertas arriba a enlazar con la calle de la Bolsa y

de ahí, por la calle Atocha, llegar hasta la plaza. Cierta vez, un día que

amaneció inclemente, decidí llegar en metro. Desistí de intentarlo de nuevo,

Madrid tenía –y sigue teniendo- la mala costumbre de empujar a muchos

corazones contra las cuerdas y no estaba yo para tormentos de conciencia ni

cumplir penitencias por culpas ajenas. No fue el único disgusto que tuve con

ese disfraz. Me va a permitir el lector que haga aquí un inciso para dejar una

anécdota. Ocurrió un día en que pensaba yo hacer mi representación en la

Puerta del Sol. Esa plaza siempre fue más reivindicativa que la Mayor y aquel

día me encontré de bruces con una manifestación. No serían más de

doscientas personas, sus pancartas en alto y su ánimo encrespado daban a

ese grupo un aire de pequeño ejército con sus estandartes al aire. Increpaban

al Gobierno por su indefinida política para solucionar, de una vez por todas, el

problema del pueblo saharaui. Yo nunca entendí de política, nada bueno

podría aportarme una actividad trenzada de intereses y vericuetos, pero sí

entendía de sentimientos, de solidaridad y responsabilidad, por lo que vi

justas aquellas reivindicaciones. Me sumé a ellas por unos momentos y

levanté la decapitada cabeza al aire mientras gritaba sus consignas. En ello

estaba cuando sentí como unos brazos me asían desde atrás con la intención

de apartarme del tumulto. Dos policías vestidos de paisano me invitaron a ir

con ellos a un furgón policial aparcado en la calle Arenal. Me llevó su tiempo

convencer a esos servidores públicos que mis intenciones no eran soliviantar

los ánimos de nadie incitando a que se cortaran cabezas. Sólo llevaba el

disfraz con motivo de una actuación que se vio truncada por la propia

manifestación. Me dejaron libre, no sin antes anotar mis datos personales en

una ficha. No parecía ser la única que rellenaron esa tarde.

Como en toda vocación, y la de cuentista no es ajena a ello, el continuado

ejercicio de la misma nos hace buscar el camino de su perfección. Los

comienzos están hechos para sentar los cimientos de los errores. El primer día

que subí a la pequeña tarima fue un cúmulo de desaciertos. No había sido

cuidadoso, ni con el atuendo ni con la historia y los viandantes pensaron que

era un voceador cualquiera intentando venderles algo que no necesitaban.

Deduje que debía diferenciarme del entorno y contarles algo que no supieran

y, sobre todo, que era gratis. Recuerdo la primera actuación seria como si

hubiera sucedido ayer. Cruzaba la plaza buscando el lugar idóneo para el

montaje de la escena, todo el mundo me miraba con extrañeza. Como no

tenían nada mejor que hacer, aguardaron a ver qué iba a suceder allí. Con

extrañeza también miraban cuando un hombre con la cabeza bajo el brazo

andaba de un lado para otro, pero el sentido común siempre les informaba

que nadie andaba por ahí con el cuello rebanado y enseguida comprendían

que se trataba de un disfraz. No ocurría lo mismo si un gañán, con una oveja


amarrada al extremo de una cuerda, se subía a un improvisado altillo con el


anuncio de que iba a brindar a los presentes la narración de un cuento. Y así

comencé la historia.


(Continuará)

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